domingo, agosto 03, 2025

MARÍA CORINA MACHADO 𝐃𝐨𝐧𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐟𝐞 𝐬𝐞 𝐯𝐨𝐥𝐯𝐢ó 𝐞𝐬𝐜𝐮𝐝𝐨. 𝐍𝐨 𝐥𝐥𝐞𝐯𝐚 𝐞𝐬𝐜𝐨𝐥𝐭𝐚𝐬. 𝐋𝐥𝐞𝐯𝐚 𝐞𝐥 𝐚𝐥𝐢𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐝𝐞 𝐮𝐧 𝐩𝐚í𝐬 𝐞𝐧𝐭𝐞𝐫𝐨, 𝐜𝐨𝐥𝐠𝐚𝐝𝐨 𝐚𝐥 𝐜𝐮𝐞𝐥𝐥𝐨.

Por Elizabeth Sánchez Vegas

Durante la campaña, le colgaron tantos rosarios al cuello, que hubo días en que apenas podía respirar entre las cuentas. No es exageración. La gente se acercaba con las manos sudadas, con los ojos húmedos, con una urgencia que nacía del alma, y le ponía un rosario encima de otro, como si estuvieran forrando su cuerpo con oración. Nadie pedía fotos. Nadie buscaba reconocimiento. Sólo se acercaban con una delicadeza que dolía y le decían, bajito, como si le confiaran a su hija: “Esto te va a proteger.”

Y ella los guardaba. Todos. Sin distinción. El de plástico rosa, que le dio una niña en Cariaco. El de semillas negras, que venía envuelto en un pañuelo bordado por una abuela de Mucuchíes. El de madera gruesa, con la cruz desgastada, que un hombre dejó sobre la tarima en silencio. El de cuentas verdes, que —según le contaron— fue armado por los familiares de presos políticos en Lara. Los recibía con la misma reverencia con la que otros reciben medallas. No eran objetos. Eran encargos. Y se los colgaban, como quien cubre a alguien que se ama y se teme perder.

Desde que entró en la clandestinidad, María Corina no se separa de ellos. En las entrevistas que aún da desde el silencio, desde lugares sin nombre, sin coordenadas, siempre lleva uno. A veces lo esconde entre la ropa, otras veces se le escapa sobre el pecho. Lo acaricia con los dedos mientras habla, sin darse cuenta. Es un gesto leve, automático, pero cargado de peso. Porque sabe, y lo sabe con una certeza que no necesita pruebas, qué, sin esos rosarios, tal vez no estaría viva.

Cuando recibe un mensaje en clave, cuando el silencio de la noche cambia de temperatura y alguien le susurra que es hora de moverse, ella no duda. Se pone los zapatos sin hacer ruido. Revisa la rendija de la puerta. Y carga dos mochilas.

En una va lo mínimo: una muda de ropa, un bolsito con productos de higiene, y los documentos que la identifican. En la otra, que siempre pesa más, lleva los rosarios. Son miles. Y están todos.

Es una mochila que no viaja por utilidad, sino por amor. La carga como si llevara con ella a todos los que ya no están, a los que la esperan sin saber dónde, a los que rezan sin palabras, pero con el alma abierta como una herida. Podría dejarlos atrás, pero no puede. Sería como abandonar a su gente. Como traicionar la promesa tácita que cada uno de esos rosarios contiene: “Llega viva. Y haz lo que viniste a hacer”

En las casas donde se resguarda por unas horas o por una noche, cuando el cansancio pesa más que el miedo y alguien, con voz baja y mirada honesta, le pregunta por qué carga tanto, ella apenas sonríe, como quien guarda un secreto que no necesita ser explicado, y responde, con una naturalidad que desarma: “Esto es lo que me cuida”. Después de eso no hace falta decir más. La frase queda flotando en el aire como incienso, y todo se entiende. Nadie vuelve a insistir.

Porque no hay escolta que la abrace como esos miles de rosarios. No existe blindaje técnico, ni formación militar, ni plan de contingencia, que pueda compararse con ese escudo silencioso, que se ha ido tejiendo en torno a ella, punto por punto, cuenta por cuenta, desde la ternura más honda de un país, que aprendió a protegerla no con armas, sino con lo único que le queda inviolado: la fe.

Una fe antigua, doméstica, casi terrosa. Una fe de cocina y de patio, que se transmite en susurros entre generaciones, pero que cuando toca proteger, ruge como los árboles viejos cuando viene la tormenta.

El régimen no sabe qué hacer con eso. No entiende cómo desarticular una red que no se organiza por órdenes, ni se reúne en sótanos, ni aparece en ningún registro. No entiende cómo puede seguir viva alguien resguardada por miles de manos, que no se ven pero que están, que no figuran pero que actúan, que no gritan, pero rezan.

Y claro, tampoco pueden decomisar lo que vive en su piel: esos rosarios que lleva en la mochila, en los bolsillos, en la garganta, en la mirada. Están cosidos a su cuerpo, a su historia. Son parte de su sombra. De su memoria. De su nombre.

Y por eso sigue: porque cada uno de esos rosarios no sólo la protegen, la sostienen. Al tocarlos, recuerda que no es ella sola la que resiste, sino un país entero que la envuelve sin rozarla, que no está cerca, pero late con ella. Y cuando todo esto pase, porque va a pasar,  y pueda andar a la luz del día sin temer la traición, cuando abra la mochila y contemple, uno a uno, los rosarios que le confiaron, sabremos que el manto funcionó. Que la cuidamos como se cuida a lo sagrado: con fe, con paciencia, con amor. Y que en un país donde parecía que todo se había perdido, la fe, por fortuna, nunca se exilió.

Déjanos saber tu opinión en los comentarios más abajo y no olvides suscribirte para recibir más contenido sobre noticias

FUENTE: >>Elizabeth Sánchez Vegas

Si quieres recibir en tu celular esta y otras noticias de Venezuela y el mundo, descarga Telegram, ingresa al link Https://t.me/NoticiaSigatokaVenezuela.

REDES: Twitter: @SigatokaNegra1 ; Instagram: @sigatokanegra ; Canal Telegram: @NoticiaSigatokaVenezuela ; Email: sigatoka.negra@yandex.com ; Tumblr: sigatokanegra

No hay comentarios:

Publicar un comentario

GRACIAS POR EMITIR TU OPINIÓN

Todos los contenidos publicados en este sitio web son propiedad de sus respectivos autores. Al utilizar este sitio web afirmas tu aceptación sobre las Condiciones de uso, la Política de privacidad, uso de cookies y el Deslinde de responsabilidades legales.