marzo 19, 2021
La política es indispensable en la elaboración de acuerdos para la convivencia. La democracia garantiza la libertad y es hoy, una vez más, atacada. ¿Logrará persistir?
A la memoria de Kyal Sin (2002-2021)
En toda comunidad humana existen diferencias —de rasgos, ideas y valores— y desigualdades —de recursos, derechos, poder— entre quienes la forman. Sus integrantes conviven bajo el riesgo permanente del conflicto, entre aventajados que quieren preservar el statu quo y perjudicados que desean cambiarlo. La tensión resultante genera la búsqueda de modos de regular los conflictos. Porque toda sociedad cobija ansias de seguridad, prosperidad y poder. Que deben ser canalizadas mediante la política.
La política es esa esfera de la acción humana orientada al manejo social de los conflictos. Opera mediante la implementación de decisiones vinculantes —conforme a reglas— capaces de imponerse —mediante la fuerza, si fuese necesario— a los miembros de la comunidad. Las fronteras de la política se han expandido con el tiempo, para regular los conflictos de clase, género, creencia, raza, entre otros. Su carácter vinculante diferencia a la acción política de la fidelidad familiar —fundada en nexos de sangre—, la cooperación social —basada en la ayuda mutua— y la lógica —mercantil, transaccional— de la economía. La política no es per se buena o mala: bajo su manto confluyen dominación y emancipación, conflicto y consenso, en el gobierno de los hombres y la administración de las cosas.
La historia humana ha sido, en buena medida, un relato de política autocrática, basado en el predominio de caudillos y camarillas, de disímil credo, sobre sus poblaciones. No obstante, con variable y creciente fuerza, la alternativa democrática se volvió mundialmente aceptable en los últimos dos siglos. La idea de que los de abajo pueden ejercer el autogobierno colectivo, eligiendo y sancionando a sus autoridades. Expresarse, con voz y derechos, en el espacio público.
Los documentos fundantes de la Organización de las Naciones Unidas, hace 76 años, recogen ese frágil pero universal consenso democrático. Aceptado, al menos formalmente, por repúblicas liberales y regímenes tradicionales. Fue abrazado con esperanza y dificultad por muchas naciones descolonizadas en el tercer mundo. Sin embargo, ese acuerdo —jamás logrado cabalmente— afronta hoy una nueva amenaza.
La amenaza autocrática: dos lecturas, un problema
El último año, bajo el peso combinado de la pandemia, la crisis económica resultante y los conflictos de todo tipo, la democracia sufrió nuevas pérdidas en su competencia global contra la autocracia. Como señala un estudio publicado la pasada semana por la organización FreedomHouse, las derrotas cívicas en sitios como Hong Kong, Venezuela, Tailandia o Turquía, unidas al deterioro relativo de democracias avanzadas, pasan grave factura. según el informe, 2020 fue el decimoquinto año consecutivo de declive de la libertad mundial. Los países que experimentaron algún deterioro superaron, en número, a los que registraron mejoras. La recesión democrática se está profundizando.
El declive se ha vuelto cada vez más global y afecta tanto a poblaciones que padecen tiranías crueles como a ciudadanos de sociedades abiertas. Casi el 75 % de la población mundial vivió, el pasado año, según Freedom House, en un país que sufrió alguna modalidad de deterioro democrático. Casos especialmente dramáticos son los de aquellas naciones donde no asistimos a meros decrecimientos cuantitativos de las libertades de expresión, reunión, manifestación y elección; donde se ha abolido, en sentido estricto, la posibilidad de incidir sobre quienes gobiernan, en los que los ciudadanos han sido reducidos al rol de empleados, consumidores o habitantes.
Por su parte, el último estudio del Instituto V-Dem de la Universidad de Gotemburgo, enfocado en la medición internacional de la cantidad y calidad de las democracias, también señala el deterioro de los gobiernos basados en el autogobierno popular, la vigencia del Estado de derecho y el respeto a las libertades ciudadanas. La autocratización, nos dice, se ha viralizado.
Según el informe, el declive global de la democracia —el proceso que llamamos autocratización— continúa de modo acelerado en la última década, especialmente en Asia, África y, en menor grado, Europa del Este y América Latina. El nivel de democracia disfrutado por el ciudadano global promedio en 2020 ha bajado a guarismos de alrededor de 1990. La autocracia electoral sigue siendo, seguida por las democracias electorales, el tipo de régimen más común.
En 2010, 48 % de la población mundial vivía en autocracias, fuesen estas parciales (electorales) o completas (cerradas); en 2020 el número se elevó hasta 68 %. La India, el segundo país más poblado del orbe, pasó de ser una democracia liberal a una autocracia electoral. En total, hay 87 países con regímenes autocráticos: 63 autocracias electorales y 24 cerradas. Las naciones en transición a la democracia pasaron de 32 en 2010 a 16 el pasado año. En 2010 había 41 democracias liberales, plenas; ahora existen 32, fundamentalmente en Europa Occidental y América del Norte.
El modo en que esta autocratización se produce habla mucho de la metáfora (micro)biológica al uso, expresada en el título del informe bajo el término viralizar. Como los virus y bacterias, los agentes de la autocratización (líderes populistas, fundamentalismos religiosos, movimientos extremistas de distinto signo ideológico) se expanden dentro del organismo político, aprovechando sus tejidos y órganos, hasta copar y colapsar la soberanía popular. No se trata, como antaño, de daños externos, infligidos por agresores —invasiones— o convulsiones bruscas —golpes de Estado, revueltas— que afectan el cuerpo y la salud democráticos.
El escenario abierto por el covid-19 abonó esa tendencia. El informe de V-Dem señala que el número de países que amenazaron la libertad de expresión pasó de 19 en 2017 a 32 en 2020. Aunque la mayoría de las poliarquías actuaron de manera responsable en sus protocolos de manejo de la crisis sanitaria y sus efectos, en 9 hubo violaciones graves de los derechos ciudadanos y, en otras 23, moderadas. A contrapelo, en 55 regímenes autocráticos se detectaron violaciones mayores o moderadas en el marco de la pandemia.
Frente a los medios de comunicación, un cierto consenso asomó, imprevisto, entre regímenes democráticos y autoritarios: dos tercios de todos los países estudiados por V-Dem restringieron, de algún modo, la labor de los periodistas. La sociedad civil también apareció como una gran afectada del cruce perverso entre covid-19 y autocracia: las restricciones legales, asedios policíacos y cierre financiero a la labor de organizaciones y activistas cívicos fue impresionante. Afectó a gobiernos de todos los continentes, orientaciones ideológicas, niveles de desarrollo socioeconómico y sustrato civilizatorio.
¿Alea jacta est?
Asistimos, en todos los continentes, a una siniestra tendencia a la abolición de la política democrática, en la forma —imperfecta pero real— en que la hemos conocido en los últimos siglos. La antigua servidumbre voluntaria y los nuevos despotismos se asoman, amenazantes, sobre nuestro horizonte civilizatorio. Falta imaginación, voluntad y resolución para impedirlo. Quiero creer que aún estamos a tiempo de lograrlo.
Además de las variables específicamente políticas o pandémicas, hay diversos factores geopolíticos —ascenso chino, revanchismo ruso, declive relativo de Occidente—, tecnológicos —uso autoritario de la vigilancia y disrupción electrónicas— y culturales —polarización y fakenews en sociedades hiperconectadas de masas— que explican, conjugados, el presente deterioro democrático global. Pero también otros elementos —desde la historia al activismo, pasando por la psicología y transformaciones de las sociedades de masas— ofrecen pistas sobre las resistencias posibles y previsibles a tal deriva. Nada está escrito, en este mundo, acerca del fin o triunfo de la democracia.
La democracia, a diferencia de otros regímenes políticos y socioeconómicos, expande, simultáneamente, medios (sujetos, instituciones y derechos) y fines (participación individual, autogobierno colectivo) en la regulación de la convivencia política. Su núcleo es un orden político —régimen democrático— que institucionaliza los valores, prácticas y reglas que hacen efectivos los derechos a la participación, representación y deliberación políticas y la renovación periódica de los titulares del poder estatal. Pero también conjuga un ideal normativo —que cuestiona las asimetrías de jerarquía y poder dentro del orden social—, un movimiento social —que reúne actores, luchas y reclamos democratizadores expansivos de la ciudadanía—, un proceso sociohistórico —con fases y horizontes— de democratización.
En su modalidad realmente existente, la democracia adopta hoy la forma poliárquica de república liberal de masas. Lejos de la crítica radical que las simplifica a ser mera simulación oligárquica, la institucionalidad de estos regímenes rebasa el formato liberal clásico —electoral, partidario, parlamentario— y abarca los mecanismos de innovación democrática y los nuevos movimientos sociales autónomos. Dentro de este régimen, los sectores medios y populares, a través de una dialéctica ciudadanizante —que abarca los momentos de lucha social, reconocimiento legal e incorporación política pública— han conseguido beneficios más perdurables y protegidos que bajo los populismos y autocracias de diverso cuño. Incluso si consideramos que las repúblicas liberales de masas padecen de procesos de corrupción —inherentes al funcionamiento mismo del sistema— y oligarquización del poder —con minorías que abusan de las reglas del juego para perpetuar sus privilegios— dentro de un respeto general por el Estado de Derecho, la experiencia nos indica que estos son contrarrestables.
Comparemos también la situación de los trabajadores venezolanos, antes y después del chavismo. Contrastemos los derechos de todo tipo —sociales, civiles, políticos, económicos y culturales— que pueden gozar y, más claramente, reivindicar, los subalternos de Costa Rica y Cuba. Evaluemos el decurso de las protestas ciudadanas de los últimos años en Chile y Nicaragua: en el primero, la movilización fue canalizada, vía deliberación parlamentaria y ejercicio de la democracia directa, a una refundación constitucional. En Nicaragua se aplastó toda posibilidad de ejercicio cívico y resolución democrática del conflicto. La ventaja de disponer de un régimen republicano liberal —simultáneamente contentivo de instituciones y derechos para el ejercicio de la política popular, institucionalizada o de calle— resulta, para las masas de todos esos países, decisiva.
Podemos llevar la discusión a planos globales. La democracia —entendida como vocación por acotar el poder omnímodo de los gobernantes y participar en el autogobierno colectivo— no es privativa de una cultura o religión. Hoy la practican poblaciones de legado confuciano, cristiano, musulmán y hasta ciudadanos agnósticos. En aquellos sitios donde la creíamos culturalmente ajena y ausente —desde las tribus árabes o africanas a las regiones latinas y asiáticas— ha sido invocada, una y otra vez, a lo largo de los últimos dos siglos.[1] Pese al poder, aparentemente imbatible, de reyes, caciques y tiranos.
La democracia ha resistido declives semejantes —y hasta peores— al actual.[2] Pensemos en el período de entreguerras (1918-1939) cuando tantos intelectuales de Occidente, seducidos por los totalitarismos, vaticinaron el fin del liberalismo enfermo y el triunfo del Estado de partido. O cómo durante la guerra fría, las apuestas del comunismo y los nacionalismos periféricos acabaron a la postre superadas por los diseños políticos y económicos de las repúblicas liberales de masas. Las olas de democratización han surgido siempre cuando no se las esperaba. Cuando los luchadores por la libertad parecían condenados al silencio, el exilio o las mazmorras. Quizá el error, tras el épico triunfo de 1989, fue considerar que la barca de la historia arribaría, por fin, a un épico y placentero puerto democrático. Pero, como decía Alexander Herzen, la historia es la autobiografía de un loco. Y si todo estuviese escrito, señalaba el pensador ruso, aquella fuese mera lógica.
Hay, además, una poderosa razón antropológica para no aceptar la idea del final de la democracia. Pese al valor que asignemos a la famosa (y debatida) pirámide de Maslow, las personas tenemos diversos órdenes de necesidades, imperativos y simultáneos. A la demanda de seguridad, abrigo y alimento, que puede proveer un déspota ilustrado, sumamos unos reclamos de agencia y libertad básicos, resilientes, universales. Incapaces de existir sin participación libre de la gente.
El ideal de Einstein de que cada persona debe ser respetada como tal y nadie divinizado. La reflexión kantiana en el potencial del hombre como ser racional, pacífico y autónomo. La valentía de Rosa Luxemburgo en su defensa de la libertad para disentir y el repudio a las burocracias revolucionarias. La renuncia de Mandela y Nehru, junto con sus numerosísimos simpatizantes, a considerar las elecciones y partidos como meras imposiciones del colonialismo o modas de Occidente. Los millones de hombres y mujeres que hoy, en todo el mundo, impulsan asambleas, cooperativas, votaciones, sorteos y referendos. El pulso que, en suma, nos hace descubrir el poder de intentar, celebrar, errar y rectificar, entre todos y con respeto a la diversidad, nuestra agencia y dignidad humanas. Los cánticos libertarios en Minsk y Rangún, en Portland y Moscú, en la Habana y Budapest. La suma de todo eso, sin póliza de seguro ni acta de defunción, dibuja aún en nuestro horizonte la tenue luz de la democracia.
FUENTE: https://dialogopolitico.org/debates/el-ocaso-de-la-democracia-profecia-sin-alternativa/
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