El pasado 26 de septiembre fue firmado en la ciudad de Cartagena el Acuerdo de Paz entre el Gobierno de la República de Colombia y las narco terroristas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia que será sometido a consulta popular este domingo 2 de octubre. El texto del histórico documento es difícil de digerir. Sus 279 páginas son el resultado de una extenuante negociación que se realizó en la ciudad de La Habana, hecha bajo la mirada intrigante e invasora de los hermanos Castro, y pueden entenderse de múltiples formas.
La guerra de cincuenta años que causó tanto dolor ha llegado a su final. Las armas serán silenciadas en las montañas de Colombia y el país entero abre las puertas a una nueva era política, social, moral, ideológica y cultural. No podrá restársele importancia de ninguna manera a este memorable hecho porque era necesario detener el curso del río manchado de sangre que inundó la historia de la nación colombiana.
El Acuerdo de Paz con las FARC es un síntoma de los profundos cambios que vive América Latina, región atrapada en la última década por los populismos totalitarios que se alzaron con el poder desde Argentina hasta las recónditas islas caribeñas, pasando por la estabilización de regímenes caducos como el de Nicaragua y Cuba. Todos guiados de la mano por el difunto Hugo Chávez y la petrochequera venezolana, de la cual dispuso sin importar la miseria y la tragedia que con el transcurso del tiempo iba a suceder en Venezuela.
Las FARC-EP no son un grupo rebelde que se inspira en sublimes ideales ni en doctrinas sociales que procuren la justicia social, como ellos pregonan a los cuatro vientos al confesarse marxistas-leninistas o socialistas del siglo XXI y a nombre de las cuales causaron tanto daño. Es un ejército de la muerte, quizá el más cruel que haya visto Occidente después del nazismo y superando con creces a ETA, los 267.162 muertos, los más de seis millones de desplazados, los miles de mutilados, secuestrados, ultrajados y, en general, todo el país víctima da fe de ello. Además son narcotraficantes, producen la cocaína a gran escala, viven de ella e hicieron su guerra con ella.
Hugo Chávez las acogió desde siempre con amistad, financiándolas y concediéndoles el estatus de cuerpo beligerante. Abrió la frontera de Venezuela con Colombia para que ellos estuvieran a sus anchas, inoculando vicios que no eran nuestros, abriendo nuestro espacio aéreo para el tráfico de drogas y hasta permitiendo que dicho negocio impregnara amplios sectores civiles y militares, les protegió como aliados ideológicos, como eventual brazo armado de la aberrada revolución y aceptó que trajeran sin pudor un conflicto que nunca fue nuestro por muy vecinos que fuéramos. Miles de venezolanos también podrán incluirse como víctimas de esta guerra sin cuartel que inició Manuel Marulanda, alias Tirofijo.
Ahora bien, ¿qué significa esta paz para Colombia? ¿Y para América Latina? ¿Cuál es el precio de la paz y de la justicia? Gracias a Dios no tengo esas respuestas, le toca a la sociedad colombiana darlas el próximo 2 de octubre en el plebiscito del Acuerdo de Cartagena y en los años que están por venir. Sin embargo, dentro de la gran globalización que vivimos, dependientes como somos unos de otros, ora como Estados o sociedades, el proceso de paz de Colombia obliga a valientes y serenas reflexiones.
La primera de tales reflexiones es sobre el sentido del proyecto latinoamericano y su futuro, una vez se supere por completo el populismo totalitario del siglo XXI que, sin lugar a dudas, vive sus postrimerías. Los ciudadanos no podemos darle la espalda a nuestra región y permitir que la antipolítica gane terreno. Por mucha desesperanza que se haya instalado debemos asumir como nuestro el rumbo que queremos y no esperar, mucho menos crear, mesías que anuncien y prometan su realización. América latina debe reforzar sus notables instituciones democráticas como la OEA y el MERCOSUR y ¿por qué no? la UNASUR en el mediano plazo, convirtiéndolas en auténticas estructuras promotoras y garantes de la paz y la seguridad, el desarrollo y la igualdad, la justicia y la democracia.
El fin del chavismo permite que la América Latina se libere de las amarras ideológicas que nos fueron impuestas y que hoy reviven los más fervorosos odios anticomunistas, excluyendo a los “tibios de corazón” y exigiendo, como sentimiento común, que no seamos más rehenes de la política socialista del siglo XXI que tanto nos sigue haciendo retroceder aún en su agonía. Después de esta época que hizo colapsar a las democracias de la región no podemos seguir permitiendo que seamos un trozo de tierra más, organizado territorialmente en Estados y separado por fronteras jurídicas que sólo promueven más vicios.
La paz en Colombia abre la oportunidad para esto y muchas otras cosas. Una de ellas es pasar la página. Es amargo, sí. Es injusto. Es doloroso. Al fin y al cabo la historia en su acostumbrado ajuste de cuentas no siempre es benévola. Pero debemos favorecer la paz sin romper la esencia y la integridad de la vida e incluso de la misma historia.
Hace veinte años muchas advertencias se hicieron sobre el futuro de Venezuela. Al final el abismo estaba ahí, frente a nosotros, y caímos. El hambre y la miseria han desplazado a dos millones de venezolanos, una cifra injusta porque nadie tiene el derecho de secuestrar el futuro de otro y obligarlo a abandonar la tierra de sus vivos y sus muertos. Nuestro abismo no es diferente al colombiano, casi igualamos las cifras de muertos en tan solo 17 años de la dictadura chavista. Pero lo que sí puede ser diferente es la conciencia de la sociedad viendo en nosotros, los venezolanos, un ejemplo de nunca seguir.
El tema no es bajo qué condiciones se firmó la paz. La cuestión es sobre las condiciones que tiene la sociedad colombiana de derrotar realmente a las FARC en sus nuevas y absurdas andanzas políticas. La paz será lograda el día que ellos concurran a su primera elección y el país entero les diga que no, ese día habrá acabado la guerra.
Al margen de la repulsa innegociable que merecen las FARC por el horror y el odio injustificado que le han dado a Colombia, este país merece que al fin sus ciudadanos duerman sin los sonidos de las bombas y las ametralladoras.
Por último y no por menos importante hay que condenar que el proceso de paz no incluyó la creación de un Tribunal Ad Hoc que sentara a todos los narcoterroristas de las FARC, sin excepción ni prebendas legales, en el banquillo de la justicia por los crímenes de guerra cometidos. Colombia también merecía oír de esos delincuentes al menos una palabra de arrepentimiento después de tanta sangre injustificada. La paz también proviene del perdón, porque el perdón puede ser garantía del futuro.
Que Colombia agarre su corazón tricolor en la mano y respirando profundo se permita un nuevo tiempo, arando sus tierras fértiles para que la igualdad, la justicia y la paz germinen para siempre y que nunca más los fusiles hagan derramar más sangre en las montañas y en las ciudades. Los venezolanos aspiramos que la hermana República no viva la guerra sin bombas que hoy nos aprisiona el alma. Aspiramos sí que todos juntos encaminemos nuestra región para que los delincuentes no vuelvan a dirigir nuestro tiempo.
domingo, octubre 02, 2016
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