Una tarde de Semana Santa, la devoción, hecha pies, recorría lentamente la calle. Encabezando la marcha, se alzaba una copia de Jesús forjada en yeso, con su túnica morada, arrastrando la pesada cruz. Convergían entonces sobre la calle realidades de ricos y sueños de pobres, entrelazados por la misma creencia.
Como si fuera una continuación de su boca, el sacerdote utilizaba un altoparlante para vociferar, entre oraciones, la igualdad de los seres humanos, con palabras aprendidas al caletre, sin nada nuevo que aportar a la gente, a la calle, a las aceras.
El anciano Pancho, forrado de arrugas y recuerdos, se agitaba en su silla, longeva como él, queriendo expresar algo que apenas se entendía.
¿Qué le pasa don Pancho? ¿Qué me quiere decir? –le preguntaba yo, melosamente.
Colados entre la multitud, dos hombres hurgaban con la mirada la penetración de perros callejeros que pudieran rasgar con sus colmillos, las lujosas vestiduras o, peor aún, las carnes bien nutridas de algunos representantes de la clase privilegiada, que contribuían al volumen de la manifestación religiosa.
A pocos metros, los dos hombres descubrieron la presencia de un perro que apostado en una de las aceras, no encontraba cómo atravesar la calle,
y distraído con el movimiento y los colores, batía la cola de derecha a izquierda. ¿Qué pasa, don Pancho? ¿Por qué se ha puesto triste? –le pregunté en voz baja. Y el viejo dejó caer sendas lágrimas. ¡No se me ponga triste, mi viejo! –le aconsejé para alentarlo.
“¡Alto!” –le dijeron los dos hombres al perro. Y sin darle tiempo a reaccionar, lo arrancaron de la calle, le amarraron las patas con un grueso cordel y a punta de golpes lo llevaron hasta una playa solitaria. Allí, los golpes alcanzaron su clímax, al igual que el dolor del pobre perro. Le cubrieron la cabeza con una bolsa plástica para dificultar su respiración. Una y otra vez, el mismo juego agónico. Cuando el perro caía desmayado, lo sumergían en el agua para hacerlo conocer sólo el preámbulo de la muerte por inmersión.
El perro reaccionaba momentáneamente y los dos hombres, peligrosamente poderosos, daban rienda suelta a sus instintos criminales, a su miseria, a su podredumbre. La cabeza del perro bailoteaba con debilidad sobre su cuello adolorido. Sobrevenía el vómito como una eyaculación asombrada que se dispersaba entre la espuma blanquecina de las olas del mar.
Ya la noche había cubierto el escenario, donde los alaridos de aquel perro quizás habrían destruido, explosivamente, la cercana formación de rocas. Pero los hombres, quienes le hacían competencia al mismo diablo, sintieron temor de éste, al saberse desplazado en su crueldad. Amarraron nuevamente al animal y lo llevaron a un lugar “más apropiado”.
El perro había perdido sus fuerzas. A duras penas se mantenía vivo. Los dos hombres continuaban su horrible faena, golpeándolo cada vez con más fuerza. Ya el animal no soportaba el mortal sombrero de plástico sobre su cabeza, ni las descargas eléctricas que violentaban sus ensangrentados testículos.
Las carcajadas de los dos hombres rompían el silencio, porque ya el perro ni siquiera aullaba, compenetrado con el deseo ferviente de morir y poner fin al dolor. Y la muerte vino a recoger lo que de él quedaba. Los dos hombres se lavaron las manos para borrar toda huella de sangre. Luego cubrieron de cal el cuerpo y se marcharon.
Don Pancho comenzó a llorar desesperadamente. Le pregunté de nuevo: ¿Qué le pasa, don Pancho? Desahogue sus penas, yo lo escucho. Y el viejo, con la voz quebrada por el llanto, me dijo: “Había una vez un hombre… había una vez dos perros…” Y de pronto se quedó callado. ¿Qué le pasa don Pancho? –le pregunté otra vez. Pero don Pancho no pudo continuar. La muerte se llevó su voz.
“¡Ave María Purísima!” –dice el cura.
La procesión pasa, como si nada.
(ODD, Vigencias)
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