By Lina Meruane
Feb. 3, 202
Lina Meruane es novelista y ensayista chilena, docente en la Universidad de Nueva York.
Ya son más de 100 los días transcurridos desde el inicio de la “revuelta” en Chile, que aún está en curso, y que estalló a partir de un incremento de 30 pesos chilenos al costo del boleto del metro de su capital, Santiago, y terminó desatando las protestas que le revelaron al mundo la desigualdad en el país. “Revuelta”: así la concibe esta ciudadanía que, pese a la represión, pese a la sistemática violación de cuerpos, ojos, casas, del derecho a la protesta, sigue en las calles. Esta “revuelta” reaparece cada viernes y se rumorea que
volverá aún más masivamente a la calle en marzo, cuando termine el verano en nuestro país.
“Revuelta” la llamamos ahora y no “despertar”, como se la calificó, porque viene precedida por décadas de protestas y de demandas no cumplidas: la respuesta de sucesivos gobiernos siempre consistió en entregar lo que en Chile se conoce como “soluciones parche”: míseros paliativos que no resolvieron los problemas de fondo.
Esto explica que los manifestantes —una multitud compuesta por gente violentada y combativa así como por personas rabiosas pero pacíficas— no están solo exigiendo que se estatice el sistema privado de pensiones ni que la educación y la salud y el acceso al agua, entre otras cuestiones, sean garantizados como derechos. No: las peticiones puntuales ya tuvieron su momento y la ciudadanía comprendió que eran necesarias transformaciones profundas en la estructura del tardo capitalismo impuesto en Chile bajo la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990).
Esta Constitución, aprobada en 1980 mediante un plebiscito que expertos han reconocido como fraudulentas, es la que todavía rige nuestras relaciones de desigualdad educacional y laboral, nuestra precaria salud pública, las míseras pensiones de los trabajadores, la privatización de nuestros recursos naturales y una lógica extractivista del medio ambiente que ha asegurado el bienestar a las élites económicas sobre el de una mayoría de chilenas y chilenos.
Apunto entonces al descontento y a la gran desconfianza de la ciudadanía ante la posibilidad de producir los cambios necesario, así como al radical rechazo ante la clase política: no sólo del gobierno del actual presidente Sebastián Piñera —quien según el Centro de Estudios Públicos de Chile, cuenta con un 6% de aprobación ciudadana— sino también de los partidos que hoy componen la oposición, a quienes los manifestantes consideran como históricos cómplices del poder. Es por esto que cundió la sospecha cuando el Congreso de Chile se reunió, el 15 de noviembre de 2019, buscando una salida política a la crisis y concibió un “Acuerdo por la paz social y nueva Constitución” que posibilitaría la apertura a un proceso constituyente.
Resultó dudoso el anuncio de dos plebiscitos. Uno, de entrada (a realizarse el 26 de abril) deberá dar inicio al proceso constitucional, si la ciudadanía vota —como se espera— por derogar la Constitución neoliberal y dar inicio a una nueva. Y otro de salida (sin fecha todavía), terminado el proceso, que permitirá que la gente apruebe o no su redacción. Entre otros asuntos graves, no se ha establecido si el órgano que redactará la nueva Constitución permitirá que la ciudadanía tenga voz directa en vez de solo representación a través de los partidos políticos.
Se teme que quede privilegiada, una vez más, la institución de la inercia por sobre la transformación que simboliza la calle. No se vislumbra, por ejemplo, verdadera voluntad para incorporar a los independientes (no militantes) ni para asegurar una asamblea paritaria (de hombres y mujeres, en un país donde las mujeres sumamos 51,1% de la población), ni menos para conceder “escaños reservados” a los pueblos originarios (mapuche en su mayoría). Estos tres asuntos se siguen tramitando o posponiendo en el Congreso, alertando a la ciudadanía de que no serán aprobada a tiempo.
Más de lo mismo: obstáculos, trampas, la ilegible letra chica que ha dividido a manifestantes radicales de otros más conciliadores. Esto hace temer por un giro aún más airado y combativo de los manifestantes, uno que sólo ayudaría a los partidos de gobierno a probar su “tesis” de que “las condiciones no están dadas” para este proceso constituyente. Porque Piñera y sus aliados, pese a haber firmado el “Acuerdo por la paz” que posibilita el recambio de las leyes, ahora llama a votar en contra del proceso constituyente para impedir la derogación de esta Constitución neoliberal que ha garantizado sus privilegios y se esforzará (se va viendo en las declaraciones de sus dirigentes) por impedir que logremos la Carta Magna justa y equitativa por la que reclamamos, esa Constitución por la que estamos en revuelta.
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