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sábado, diciembre 13, 2025

Ideas Provocadoras sobre la Desigualdad que la Mayoría Prefiere Ignorar

Desde la infancia, se nos enseña que la igualdad es un bien absoluto. En la escuela, en la política y en los medios, se repite la idea de que un mundo donde todos tuviéramos lo mismo sería un mundo más justo. Esta noción se ha convertido en una especie de religión civil, un ideal incuestionable. Pero, ¿qué sucede cuando este dogma se somete al frío bisturí de la lógica económica y a la evidencia aplastante de la historia? La ilusión se desvanece, revelando una promesa que, en su búsqueda de un paraíso terrenal, ha pavimentado el camino a la servidumbre.

Este artículo explora cinco de las ideas más impactantes y contraintuitivas sobre la desigualdad económica, extraídas del pensamiento de figuras como Mises, Hayek y Sowell, que desafían directamente nuestras creencias más arraigadas.

La desigualdad no es lo que nos separa, es lo que nos conecta.

La escuela austriaca de pensamiento económico parte de una premisa realista: la diversidad humana no

es un problema a solucionar, sino la verdadera fuente del progreso y la cooperación social. Cada individuo posee talentos, deseos y circunstancias diferentes, y es precisamente de esta variedad de donde surge el avance de la civilización.

Pensemos en el ejemplo del panadero y el zapatero, o del médico y el agricultor. No son iguales en sus habilidades ni en lo que producen, pero precisamente por eso se necesitan mutuamente. Sus diferencias son la base de la complementariedad, permitiendo un intercambio que beneficia a ambos y que se convierte en el motor de la cooperación social. En un mercado libre, las diferencias de capacidades y resultados no son un obstáculo, sino el combustible que une a la sociedad y permite que las personas se sirvan unas a otras.

Ludwig von Mises lo expresó con una claridad incontestable:

El hombre nace desigual en cuerpo en alma y en espíritu. Pretender borrar esas diferencias es pretender borrar la humanidad misma.

El verdadero problema no es la desigualdad, es la pobreza.

Uno de los cambios de perspectiva más fundamentales consiste en dejar de obsesionarse con la brecha entre ricos y pobres para centrarse en el verdadero enemigo: la pobreza. La mentalidad igualitarista a menudo se enfoca en reducir las diferencias relativas, incluso si eso no mejora la situación absoluta de los más necesitados.

No busca elevar a los de abajo, sino rebajar a los de arriba. Confunde la justicia con la envidia y desvía la atención del objetivo primordial: la creación de riqueza y la erradicación de la miseria. Es una visión que promete armonía pero genera resentimiento.

Thomas Sowell lo resumió de manera concisa y poderosa:

La desigualdad no es el problema. El problema es la pobreza. Pero muchos prefieren que todos sean igualmente pobres antes que algunos sean más ricos.

El socialismo no elimina la desigualdad, la transfiere del mercado a la política.

Y es precisamente esta confusión la que alimenta los experimentos más desastrosos del último siglo. Al perseguir la quimera de la igualdad, el socialismo no solo se olvidó de la pobreza, sino que la multiplicó, demostrando que los intentos de imponer una igualdad económica absoluta no solo fracasaron, sino que crearon nuevas formas de jerarquía, a menudo más opresivas.

El caso de la Unión Soviética es el ejemplo más claro. A pesar de abolir la propiedad privada y proclamar el fin de las clases sociales, en la práctica surgió una nueva élite privilegiada: la nomenklatura, formada por los altos burócratas del partido. Mientras el pueblo hacía largas colas para conseguir pan, esta nueva clase dirigente disfrutaba de casas especiales, restaurantes exclusivos y tiendas reservadas. El socialismo no eliminó la desigualdad. Solo la trasladó del mercado a la política.

La lección es clara: la igualdad forzada no elimina la jerarquía, simplemente la reconstruye bajo una coerción más arbitraria y destructiva.

Cada intento de imponer la igualdad de resultados termina destruyendo la libertad.

Es crucial entender la diferencia entre "igualdad de oportunidades" e "igualdad de resultados". La primera se asemeja a una carrera donde todos parten desde el mismo punto y compiten bajo las mismas reglas. La segunda, en cambio, exige que todos lleguen a la meta al mismo tiempo.

Para lograr esta igualdad de resultados, el Estado se ve obligado a coaccionar constantemente. Debe detener a los más rápidos, frenar a los más talentosos o cargar a los más lentos sobre los hombros de los demás. El resultado no es una sociedad justa, sino una sociedad inmóvil, donde se castiga la excelencia y se normaliza la mediocridad. Como advirtió Hayek, esta necesidad de ejercer un control total sobre la vida económica y personal de los individuos conduce inevitablemente a regímenes autoritarios, pues la libertad de elección es incompatible con un resultado predeterminado.

Alexis de Tocqueville anticipó proféticamente este peligro en el siglo XIX:

Nada es más peligroso que el amor ciego a la igualdad porque lleva a los hombres a preferir la servidumbre igualitaria a la libertad desigual.

El verdadero conflicto no es entre ricos y pobres, sino entre quienes producen y quienes no.

Esto nos lleva a la demolición final del relato igualitarista. Si el problema no es la desigualdad (Idea 2), y los intentos de forzarla solo crean tiranía (Ideas 3 y 4), entonces el conflicto social debe ser redefinido. No se trata de una lucha entre ricos y pobres.

El problema central de una sociedad no es la existencia de diferencias de riqueza, que son una consecuencia natural de la libertad. El verdadero conflicto social surge de la existencia de quienes buscan nivelar esas diferencias por la fuerza, viviendo del trabajo ajeno a través de la intervención del Estado. Esta perspectiva redefine la lucha social como una división fundamental entre quienes crean valor y quienes buscan apropiárselo mediante la coerción política, disfrazada de justicia social.

Frédéric Bastiat lo expresó con una frase lapidaria que sigue vigente:

El verdadero conflicto no es entre ricos y pobres sino entre quienes producen y quienes quieren vivir del trabajo ajeno.

Conclusión

Estas ideas nos invitan a reconsiderar profundamente lo que entendemos por justicia. Promete justicia, pero produce servidumbre. Como sentenció Hayek, la única igualdad compatible con la libertad es la igualdad ante la ley: un mismo conjunto de reglas para todos, no un mismo resultado para todos.

Lejos de ser un mal a erradicar, la desigualdad que surge de la libre interacción entre individuos no es más que la "expresión visible de la libertad". Es el reflejo de nuestras diferencias, elecciones y talentos únicos, convertidos en valor para los demás.

Al final, la pregunta que debemos hacernos es directa y fundamental: ¿qué sociedad deseamos construir: una basada en la libertad desigual que permite el progreso, o una de servidumbre igualitaria que garantiza el estancamiento?

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FUENTE: >>Alan J Brito B

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