Debemos hacernos una pregunta fundamental: ¿de qué hablamos cuando hablamos de igualdad? ¿Nos referimos a la igualdad ante la ley, ese pilar de la civilización que garantiza que todos seamos juzgados con la misma vara? ¿Hablamos de la igualdad de oportunidades, la noble aspiración de que todos partan de la misma línea de salida? ¿O nos referimos, como hacen tantos hoy, a la igualdad de
resultados, esa utopía destructiva que busca forzar a todos a cruzar la meta al mismo tiempo, sin importar su esfuerzo, su talento o sus decisiones?Nos han enseñado a reverenciar la palabra sin analizar su contenido. Pero es crucial entender qué se esconde detrás de ella antes de entregarle nuestro futuro. Para hacerlo, debemos empezar por la verdad más fundamental de todas: la verdad sobre nuestra propia naturaleza.
La Verdad de la Naturaleza Humana: La Desigualdad como Fuente de Progreso
Para construir una sociedad próspera y libre, debemos partir de una visión realista del ser humano, no de una visión romántica e idealizada. Debemos aceptar quiénes somos en realidad, no quienes algunos ideólogos quisieran que fuéramos. Y la realidad es ineludible. Como afirmó con claridad meridiana el gran economista Ludwig von Mises en La Acción Humana:
El hombre nace desigual en cuerpo, en alma y en espíritu. Pretender borrar esas diferencias es pretender borrar la humanidad misma.
Esta no es una declaración pesimista, sino una celebración de nuestra diversidad. La economía austriaca nos enseña que el ser humano se define por su acción constante para mejorar sus propias circunstancias. Y es precisamente la variedad de talentos, deseos, ambiciones y circunstancias de cada individuo la que proporciona los medios para ese progreso. Algunos son más trabajadores, otros más arriesgados, otros más creativos. Y de esa infinita diversidad nace la cooperación social.
La sociedad no avanza gracias a la homogeneidad, sino gracias a la complementariedad. No nos unimos porque seamos idénticos, sino porque somos diferentes y, por tanto, nos necesitamos mutuamente. Ignorar esta realidad para perseguir una igualdad forzada no es un acto de justicia; es el primer paso en el camino hacia la servidumbre, la envidia y la pobreza.
Las Consecuencias de la Igualdad Forzada: Servidumbre, Envidia y Pobreza
El igualitarismo es la gran estafa intelectual y moral de nuestro tiempo. Promete justicia, pero entrega servidumbre. Promete armonía, pero genera resentimiento. Promete prosperidad, pero destruye los incentivos que la hacen posible. Sus promesas de un mundo mejor son una ilusión peligrosa que se desvanece al contacto con la realidad, dejando tras de sí un rastro de destrucción. Analicemos sus tres efectos inevitables.
La Destrucción de los Incentivos
¿Pero qué ocurre en la práctica cuando se impone esta utopía? ¿Qué sociedad emerge de este ideal? Imaginemos por un momento esa sociedad igualitaria. Una sociedad donde el médico que salva vidas cobra lo mismo que quien decide no trabajar. Donde el agricultor que se levanta al amanecer para alimentar al mundo gana lo mismo que el burócrata que simplemente firma papeles. El resultado no es la justicia, sino la desmoralización total. El esfuerzo deja de tener sentido y la mediocridad se convierte en la norma.
Mises lo advirtió con una lógica incontestable:
"Si la remuneración no está vinculada al rendimiento, desaparece el deseo de producir".
Cuando se castiga a quien crea y se premia a quien no aporta, cuando se penaliza el éxito y se subsidia el fracaso, el resultado inevitable es que la sociedad entera se empobrece.
El Triunfo de la Envidia sobre la Justicia
El economista Thomas Sowell lo expresó con su característico estilo directo: el verdadero problema de la humanidad no es la desigualdad, es la pobreza. Sin embargo, la mentalidad igualitarista invierte esta prioridad, revelando su verdadera naturaleza. Como bien dijo Sowell:
"Muchos prefieren que todos sean igualmente pobres antes que algunos sean más ricos".
Esta frase demoledora resume el drama del igualitarismo. Su verdadero objetivo no es elevar a los de abajo, sino rebajar a los de arriba. No busca la prosperidad compartida, sino la miseria compartida. En el fondo, confunde la noble búsqueda de la justicia con el más corrosivo de los sentimientos humanos: la envidia.
El Sacrificio Inevitable de la Libertad
El filósofo y premio Nobel Friedrich Hayek explicó por qué una sociedad libre nunca podrá garantizar la igualdad material. Es simple: las diferencias de talento, esfuerzo y decisión entre las personas generarán necesariamente diferencias de resultado. Por tanto, solo hay una forma de imponer esa igualdad. Hayek nos dejó una advertencia que la historia ha confirmado una y otra vez:
"Cada intento de imponer la igualdad de resultados termina destruyendo la libertad".
La lógica es implacable. Para forzar la igualdad, el Estado debe convertirse en un vigilante total. Debe controlar salarios, propiedades, herencias e inversiones. Debe intervenir en cada transacción y en cada contrato. Cuando el poder del Estado se expande hasta ese punto para imponer un resultado único, la libertad personal es aniquilada por completo.
La Alternativa Liberal: La Cooperación Voluntaria y la Riqueza Compartida
Frente a esta visión destructiva, nosotros proponemos la alternativa liberal: el mercado libre, que no es un campo de batalla, sino el mecanismo más sofisticado y pacífico de cooperación humana jamás conocido. Un sistema donde nuestras diferencias no son un motivo de conflicto, sino la base misma de la complementariedad y el beneficio mutuo.
Pensemos en el panadero y el zapatero. No son iguales, pero se necesitan. El médico y el agricultor no producen lo mismo, pero se benefician mutuamente de su intercambio. En una economía libre, la desigualdad bien entendida no separa a las personas; las conecta. Las vuelve interdependientes y las impulsa a servirse unas a otras para mejorar su propia condición.
El gran economista francés Frédéric Bastiat destruyó el relato igualitarista con una frase lapidaria que redefine el verdadero antagonismo social:
"El verdadero conflicto no es entre ricos y pobres, sino entre quienes producen y quienes quieren vivir del trabajo ajeno".
El problema, por tanto, no es que existan diferencias, sino que haya quienes pretendan nivelarlas por la fuerza, viviendo a costa del esfuerzo y la creatividad de los demás. La desigualdad que surge de la cooperación voluntaria no es un problema social; es la solución al problema de la escasez.
El Veredicto de la Historia y la Tiranía de la Coerción
Las ideas no deben juzgarse por sus buenas intenciones, sino por sus resultados. Y el veredicto de la historia sobre el igualitarismo forzado es unánime y devastador.
Tomemos el ejemplo paradigmático de la Unión Soviética. Proclamó la igualdad absoluta, abolió la propiedad privada y declaró el fin de las clases sociales. ¿El resultado? No eliminó la desigualdad, sino que creó una nueva casta de privilegiados: la nomenklatura. Los altos burócratas del partido vivían en residencias especiales, comían en restaurantes exclusivos y compraban en tiendas reservadas, mientras el pueblo hacía colas interminables para conseguir un trozo de pan. La lección es ineludible: el socialismo no eliminó la desigualdad; simplemente la trasladó del mercado a la política.
Pero no crean que estas advertencias son nuevas. Siglos antes de que la palabra "socialismo" existiera, pensadores como el español Juan de Mariana y los escolásticos de la Escuela de Salamanca ya entendían que la libertad y la propiedad eran condiciones naturales del hombre. Mariana lo advirtió con una claridad profética: todo poder que promete igualdad económica termina, inevitablemente, por "devorar la justicia".
El gran pensador Alexis de Tocqueville lo profetizó de nuevo en el siglo XIX, advirtiendo sobre el peligro de un amor ciego a la igualdad que lleva a los hombres a preferir "la servidumbre igualitaria a la libertad desigual". Porque para imponer la igualdad sobre seres humanos que son naturalmente diversos, se necesita un poder inmenso. Como nos alertó Hayek en su obra maestra Camino de servidumbre:
"Para imponer la igualdad, el Estado debe convertirse en amo de todos".
Esta es la razón por la cual los regímenes igualitarios terminan siendo, sin excepción, los más autoritarios. La igualdad impuesta requiere coerción, y la coerción sistemática es la definición misma de tiranía.
Nuestra Elección entre la Utopía Empobrecedora y la Libertad Próspera
Damas y caballeros, el argumento ha sido expuesto y la elección que tenemos ante nosotros es clara e ineludible. La verdadera justicia no consiste en forzar resultados iguales para todos, sino en garantizar reglas iguales para todos. Debemos defender los principios fundamentales de una sociedad libre frente a las falsas promesas del igualitarismo.
Defendemos la Verdadera Justicia: igualdad ante la ley, ¡no igualdad ante el ingreso!
Luchamos por el Verdadero Progreso: libertad para crear, ¡no la garantía de resultados!
Celebramos la Verdadera Humanidad: la desigualdad como la huella visible de la libertad, ¡no como un pecado a erradicar!
Como sentenció Hayek, resumiendo el sentir de todos los amantes de la libertad:
"La única igualdad compatible con la libertad es la igualdad ante la ley. Y eso basta. Lo demás es tiranía disfrazada de compasión".
No nos dejemos engañar. El socialismo, en su búsqueda obsesiva de la igualdad, no busca en última instancia la justicia, sino el control. La igualdad económica es solo la máscara moral que utiliza para justificar el poder absoluto del Estado. Y ese poder no reparte igualdad, reparte sumisión.
Por eso, hoy y siempre, defenderemos la libertad. No como un mal necesario, sino como un bien natural. Porque la desigualdad que nace de la libertad no es una falla del sistema; es la prueba de que el sistema funciona. Es la expresión visible de nuestra humanidad diversa y creativa. Y toda libertad bien usada, no solo beneficia al individuo, sino que eleva a la humanidad entera.
Muchas gracias.
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