Uno creería que la peor pena que a una persona -y por extensión a su familia-, puede aplicársele, es la pena de muerte y confieso que al respecto alguna duda tengo.
Para los romanos, había una pena más temida, el destierro y creo que tenían razón.
La muerte pone fin a la vida de una persona y arrastra en ella la tristeza de la familia por la pérdida del ser querido que ya no está, pero ocurre que la misma, con el tiempo, de alguna manera se sana, con el recuerdo del que partió, ese que, por cierto, solo sufrió hasta que terminó de respirar. Eso, sin embargo, no ocurre con el destierro o el exilio.
Quien fue obligado a salir de su país y a este no puede regresar, tiene certezas e incertidumbres que, diariamente, le carcomen. Entre las primeras, que no podrá regresar mientras se mantengan las condiciones que originaron su salida y por lo que se refiere a las segundas, el hecho cierto que desconoce si esa ausencia de la patria será hasta su muerte porque no fue posible cambiar el estado de cosas interno.
Así, en esa circunstancia, el país se convierte -ya lo he escrito antes- en la manzana de Adán en el paraíso, esa que si la comes porque decidiste regresar, puede originar hasta la muerte.
Pero la pena no solo impacta a quien se aplicó la misma, ocurre también con la familia.
Padres, hermanos, esposos o hijos separados por una decisión política, que no jurídica, de quienes ostentan el poder a su arbitrio, son -al igual que el desterrado o exilado- impactados por la decisión respectiva pues las visitas, fiestas o aniversarios, no serán lo mismo dado que, menos mal la modernidad, solo se desarrollarán por video y no presencialmente, con la salvedad, correcto sea reconocerlo, de que no ocurrirá como en tiempos no tan lejanos, que ya no serán el teléfono o las cartas los mecanismos de interacción familiar, lo que es, cuando menos un consuelo.
Ciertamente, la pena de muerte en estos tiempos que corren es una excepción en el mundo de las naciones. Quizás también lo sean el destierro o el exilio, mas lo cierto es que ambas son escandalosas y tanto más si ella no es el producto de la diferencia política, sino de la circunstancia migratoria de a quien se le aplica la medida en otro país que consideraron propio, en virtud de no haber ajustado su estatus migratorio a los términos de la ley, por lo que son expulsados del mismo, a veces sin fórmula de juicio, acabando con ello, nadie lo dude, núcleos familiares completos.
Hoy, más de siete millones de venezolanos estamos fuera del país, muchos de ellos en condición de desterrados o exiliados, bien por su opinión política o por trabas administrativas que se han hecho insalvables. Otros se encuentran en países del mundo que consideraron seguros, y todos en esa situación tenemos la misma tristeza, el no saber hasta cuándo ella se mantendrá.
Para los venezolanos que me leen, sirvan estas líneas, a pesar de su contenido, como palabras de aliento respecto de la posibilidad de retornar, más temprano que tarde, al abrigo de nuestro suelo patrio, en democracia y libertad, aún cuando sea de visita y al extranjero en esa misma situación, que las cosas en el país de sus afectos cambie, para que retorne a él la calma que todos en la familia merecen.
@barraplural
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