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miércoles, octubre 23, 2019

LO QUE SALE DE LA BOCA DEL CORAZÓN PROVIENE

En atención al preocupante modelaje que en nuestros tiempos se pretende imponer en el arte de la comunicación, y de mi más respetuosa consideración y vehemente aspiración, opino:

En el ámbito de las comunicaciones humanas, donde se destaca la libertad de expresión, para que cada quien diga lo que bien considere pertinente, en el marco del derecho constitucional que consagra la libre expresión en su artículo 57 y sin alusiones a nadie en particular, pues no me es dado en derecho hacerlo, deseo exponer algunas ideas sobre el uso del lenguaje.

Recuerdo y destaco la obligación que me impusieron en mi formación desde niño de no decir palabras procaces. También recuerdo las arengas que registra la historia sobre Don Andrés
Bello, en favor de la pulcritud que debían observar las personas al expresarse, como recuerdo además al sacerdote dominico y gran exponente de la literatura hispana Fray Servando de Mier, en sus duras críticas sobre la falta de escrúpulos de los aragoneses en su forma de hablar. Nuestro Arturo Uslar Pietri fue otro de los paladines de la defensa de la virtud de la expresión oral o escrita con decencia y elegancia.

Todo lo escrito ut supra, trae a mi memoria el axioma que vincula la palabra al pensamiento y este a la acción, es decir, no podríamos actuar bien si hablamos mal. No sería fácil entre palabras obsenas una acción noble y sincera.

Los vicios que constituyen errores lingüísticos y devienen en horrores de expresión, dicen mucho del espíritu de su autor. Sin duda, una de las más inveteradas prácticas de las personas que desatienden los valores que se exponen al hablar, generalmente de estratos bajos destacados más por su cultura que por sus posibilidades económicas, donde se descubre lo soez de su expresión, como impronta de su estirpe.

La pulcritud oral o escrita, apunta a los valores de la humanidad y nos enseña el premio al esfuerzo que demanda aprender a hacerlo. Nunca se justificaría la renuncia a tal virtud.

Querer o pretender hacer una apología de comodines indecentes al comunicarnos, hace parecer que corresponde a una suerte de sadismo por odio contra lo que no se ha aprendido por descuido o desidia y presenta ante el mundo una pobreza que sucumbe en la indigencia verbal.

Todos tenemos derecho a ser respetados y considerados fuera del alcance de la violencia marginal de las malas palabras, pues constituye además un elemento prístino de las buenas relaciones sociales.

Es un error creer que las groserías son buenas, se oyen bien, son normales, elocuentes o decentes. No usar tan decadentes palabras, sin duda mostrará cómo la vida comienza a ser sutil y elegantemente hermosa.

Gilberto Mayorca Yánez

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