El indio Satwinder Singh atrajo muchas miradas cuando llegó a Sarud, un apacible pueblo húngaro, hace cuatro años. Era parte de un puñado de trabajadores extranjeros que habían sido traídos de India para trabajar en una granja lechera que luchaba por mantenerse a flote debido a la escasez de mano de obra. Los lugareños no fueron muy hospitalarios.
Contó que algunos habitantes del pueblo le lanzaron huevos, otros lo llamaron terrorista. Algunos de
los residentes de Sarud fueron directamente con el alcalde, para protestar por su presencia. “Alguien vino y me dijo que los indios inyectarían veneno en la leche y contaminarían todo el país”, recuerda Istvan Tilcsik. “Luego la gente vio que solo venían a trabajar y nunca se metían en problemas con la ley. Las cosas se han calmado ahora”.
El primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, probablemente preferiría que Singh y sus compatriotas pasaran inadvertidos. Orbán encabeza una avanzada antiinmigrante dentro de la Unión Europea, que según él protege a los países de los “invasores”. Ha levantado cercas de alambre de púas para impedir el paso de refugiados y ha privado de comida a algunos recluidos en centros de detención.
Bloomberg
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, dice que Orbán es como un “hermano gemelo”.
Sin embargo, Hungría y otras naciones vecinas con una abierta postura antiinmigrante están abriendo, sigilosamente, una puerta trasera para los extranjeros. Europa central y oriental son las regiones de más rápido crecimiento en la Unión Europea (UE), y debido a la disminución de las tasas de natalidad y la emigración de millones de trabajadores al occidente europeo más rico, la mano de obra autóctona no puede satisfacer las demandas de las empresas.
En los últimos años, los gobiernos han estado dispuestos a admitir trabajadores (cristianos y blancos) de lugares como Ucrania y Bielorrusia. Pero ese abasto se está agotando. Ahora han comenzado a llegar inmigrantes de los rincones más remotos del mundo, desafiando la idea de que este pedazo del continente puede permanecer a salvo del multiculturalismo de cuño occidental.
Según el Fondo Monetario Internacional, la fuerza laboral de los 21 países entre el Mar Báltico y los Balcanes se reducirá en más de una cuarta parte para 2050, recolectando más de un punto porcentual al año de crecimiento económico.
El subdirector gerente del FMI, Tao Zhang, dijo en julio a los banqueros centrales de la región que sus países deben comenzar a importar trabajadores para ayudar a resolver el problema.
Y ya está sucediendo.
En Hungría, la economía de más rápido crecimiento de la Unión Europea, había 49 mil 500 permisos de trabajo en manos de ciudadanos extracomunitarios en 2018, más del doble de la cifra del año previo. En 2016, había apenas unos 7 mil 300 permisos. Mientras que los ucranianos poseían más de la mitad de ellos, los vietnamitas, indios y mongoles se encuentran ahora entre los grupos que crecen más deprisa.
Este año, Rumania aumentó el número de permisos para trabajadores extracomunitarios en un 50 por ciento, ceilandeses e indios se unieron a trabajadores chinos y turcos en el sector restaurantero y de la construcción. En Polonia, cuadrillas de mujeres mongolas pintan edificios de apartamentos de reciente construcción en Varsovia.
En Belgrado, los albaneses trabajan junto a los locales para hacer realidad la visión del gobierno serbio de un nuevo y elegante complejo frente al mar. En una visita reciente, el presidente Aleksandar Vucic expresó asombro de cómo la necesidad económica estaba superando una historia de tensiones étnicas.
La compañía surcoreana Hankook Tire retrasó este mes una inversión de 295 millones de dólares en su fábrica en Hungría debido a las dificultades para contratar personal. Aproximadamente 200 de sus tres mil trabajadores actuales en la planta son de Ucrania y Mongolia.
Los gobiernos han intentado elevar las tasas de natalidad ofreciendo generosos beneficios fiscales y otros incentivos a los futuros padres, pero en una conferencia de demografía celebrada en septiembre en Budapest, Orbán, Vucic y el primer ministro checo Andrej Babis admitieron que no habían encontrado la fórmula mágica.
Y no les gusta hablar sobre su solución provisional, continúan golpeando el tambor antiinmigrante sin mencionar a los nuevos trabajadores traídos de más allá de la Unión.
El primer ministro polaco, Mateusz Morawiecki, que enfrenta elecciones en octubre, despidió a un viceministro en 2018 por ir “demasiado lejos” al abogar por más trabajadores extranjeros.
En Hungría, los medios controlados por Orbán ofrecen una dieta diaria de noticias antiinmigrantes, y el gobierno mantiene el estado de emergencia por una inmigración masiva que, en realidad, se ha desplomado. El propio Orbán dice que la “homogeneidad étnica” es buena para los negocios y la seguridad del país.
Pero las actitudes de la gente parecen estar cambiando. En la ciudad de Petrijevci, en el noreste de Croacia, la planta local de procesado de carne contrató a 17 carniceros de Nepal para ocupar puestos vacantes. Los residentes, muchos de los cuales nunca habían visto a alguien de tan lejos, hicieron una colecta de ropa para un trabajador luego de que su equipaje se perdiera en el viaje.
En el pueblo húngaro de Sarud, a 90 minutos en coche al este de Budapest y donde las ancianas venden frutas y verduras de cosecha propia al pie de sus casas, la llegada de los trabajadores indios también ha cambiado las opiniones.
Margit Demeter, por ejemplo, empieza a dudar de lo que ve en televisión. “Escuchamos muchas cosas malas sobre los migrantes, pero no puedo decir nada malo sobre los que están aquí”, dice la mujer de 66 años. “Podríamos estar fácilmente en sus zapatos. ¿Qué hay de todos los húngaros que emigraron? ¿Vamos a decir cosas malas de ellos también?”
Por Zoltan Simon, Jasmina Kuzmanovic y Marek Strzelecki, con la colaboración de Andra Timu, Irina Vilcu, Radoslav Tomek, Adrian Krajewski, Lenka Ponikelska, Volodymyr Verbyany, Jan Bratanic, Ott Ummelas y Misha Savic
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