La actual crisis comenzó en un mercado al aire libre de animales vivos en un remoto rincón del mundo. El Covid-19 se propagó de la provincia china de Wuhan al resto del planeta. Parece, no es seguro, que se originó en la costumbre de tomar sopa de murciélagos que tienen los chinos o, por lo menos, algunos chinos.
Las Bolsas de New York y Londres cayeron en picado. Los cines, teatros y conciertos de una buena parte del mundo fueron clausurados. Se cerraron muchos shopping centers y restaurantes. Los expertos anunciaron que el desempleo aumentaría exponencialmente. En Estados Unidos pudiera llegar al 20% de la población. El acabose. El Armagedón.
La anécdota se saldará con varios millones de muertos, incluso más de dos en Estados Unidos de acuerdo con la revista The Economist. Esto debe ponerle fin al debate idiota entre los “nacionalistas” y los “globalistas”.
El nacionalismo no sólo es una estupidez. Es peor aún: es imposible, pese a lo que digan o voten los partidarios del Brexit. Resulta un hecho incontrovertible: el globalismo, es decir, la noción de que
estamos todos interrelacionados y debemos guarecernos tras instituciones supranacionales, aunque muchas de ellas sean frustrantes (aunque perfeccionables), y tenemos que comportarnos como seres humanos más allá de las banderitas y los himnos.
Ese fue el dilema que se le planteó a Estados Unidos tras el fin de la Segunda Guerra Mundial: tratar de reconstruir el planeta y echarse sobre sus espaldas, incluso a los países derrotados, o arriesgarse a otro conflicto similar producto del resentimiento y del nacionalismo, esa mezcla explosiva que había estallado a sólo dos décadas de finalizada la Primera Guerra.
Afortunadamente el tándem F. D. Roosevelt y H. Truman estaba en la Casa Blanca y ambos entendían la historia contemporánea de su país. Muerto Roosevelt y ganada la guerra, un periodista le preguntó a Truman si tenía sentido reconstruir a Alemania y al resto de Europa al costo de trece mil millones de dólares mediante el Marshall Plan. “Esa cifra es infinitamente menor que lo que nos costó la guerra”, le respondió el presidente. Tenía razón.
La idea de “put America (o Inglaterra, Rusia, China o Alemania) first” es una necedad. Es verdad que el globalismo enlentece los procesos de creación de riqueza por la torpeza de los organismos internacionales y por la pérfida labor de los lobbys; y no es menos cierto que se cometen atropellos contra algunas naciones clave como Estados Unidos, pero el costo de abandonar la senda de la solidaridad y el internacionalismo es demasiado alto para poder asumirlo.
El globalismo surgió, de manera embrionaria, hace miles de años, cuando dos personas pertenecientes a tribus diferentes establecieron una suerte de intercambio más allá de las lenguas en las que se hablaban. Ahí estaban los remotos antecedentes de la ONU, de la Unión Europea y de la lucha para mitigar los problemas del cambio climático que se debaten hoy día.
A fines del siglo XV el globalismo cobró un nuevo impulso con el descubrimiento de América en 1492. El Reino de Castilla, el azar y los matrimonios de conveniencia en la realeza, hicieron que la árida meseta, entonces empeñada en reconquistar el territorio que le habían arrebatado los árabes muchos siglos antes, se trasformara en un formidable poder imperial que rigió al mundo durante un siglo con la ayuda de la Iglesia, los banqueros genoveses y los instrumentos para comerciar ideados en los Países Bajos.
Finalmente, a partir de los siglos XVII y XVIII Francia y Alemania (que se convirtió en una nación unificada por Prusia a mediados del siglo XIX) recogieron el testigo, mientras Inglaterra desataba la revolución industrial y se alzaba a la cabeza del mundo, desovando en América trece colonias que acabaron por independizarse y, como tuvieron muy en cuenta el pensamiento de la ilustración escocesa, terminaron por transformarse en la república más exitosa de la historia.
Nada de esto hubiera sucedido sin una mentalidad globalista. Hay que olvidarse del nacionalismo. A fin de cuenta, los Estados, como los conocemos, tienen sólo unos cientos de años. Poco a poco, el planeta se va unificando en las expresiones más exitosas. A trancas y barrancas, con marchas y contramarchas, se imponen, poco a poco, la democracia representativa, el culto por los derechos humanos, el mercado y la libertad. Eso también es la globalización. Put the planet first.
Carlos Alberto Montaner
montaner.ca@gmail.com
@CarlosAMontaner
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