La campaña electoral después de décadas de autoritarismo y debilitamiento de valores y prácticas democráticas no es un proceso político normal. En el fondo, ella se plantea como una disyuntiva existencial: vivir como antes o seguir en la mengua que impone el régimen. Su referencia no es el porvenir.
No es claro que la población esté decidida a votar. Hay una confusa situación en la cual todos quieren salir del hoyo, sienten la necesidad de una figura que abra caminos, pero aún no la identifican.
No es totalmente cierto que la gente esté desinteresada de lo público. Es probable que se trate de un efecto del repliegue hacia la vida privada, que es siempre un objetivo de dictaduras y autoritarismos. Lo grave de este paso atrás inducido desde el poder, es que lo acompañe una generalizada desconfianza en los políticos y un temor a ser nuevamente decepcionados por los partidos. La gente se aparta porque no los mueve la atracción de una alternativa.
El gobierno es un adversario fuerte y difícil de superar electoralmente porque tiene un aparato de poder que va a imponer, por distintos medios, un ventajismo de Estado. La competencia podrá mejorar en algunos aspectos parciales, pero no dejará de ser una relación asimétrica.
Aún así, las elecciones son un proceso que expone al autoritarismo al descontento y lo obliga a verificar las verdaderas dimensiones de su base de sustentación popular. Una sustentación que reduce al gobierno a un sistema de imposiciones y controles que puede ser vulnerado por un voto. Justo el día de las elecciones.
Tras su ventaja de poder y sus fortalezas simbólicas el gobierno actual desnuda su debilidad, incluso ante sus partidarios, en el hecho de que no pueda garantizar el suministro de energía eléctrica, agua o gasolina, que se paraliza ante la pulverización del salario, la persistencia de la inflación o los signos de su corrupción a galope suelto.
Maduro está hoy en la peor situación posible: no puede ofrecer nada distinto a los que ha hecho durante nueve años en los que controla el poder, pero no gobierna. En su Comando de Campaña toman asiento el desastre económico, la destrucción social y la descomposición ética de su mandato. Su oferta de hacer más de lo mismo no la quiere ni el mundo chavista. Pero Dios ciega a quienes no quieren ver.
Mientras, el liderazgo de la otra acera sigue en su carroza de fantasías, convencida que una primaria resuelve todo, al margen del urgente esfuerzo para tener un mensaje que levante la esperanza del país y una política de transición que refuerce la posibilidad de triunfo. Hay fluxes nuevos a la espera que el descontento se transforme espontáneamente en votos. Hay que impedir que sean los resultados los que demuestren que no es así.
Las condiciones de ánimo popular para la victoria del cambio, existen. Falta concertar una alianza cuya amplitud y diversidad permita un gobierno para realizar los cambios con estabilidad y en convivencia. Unir a Venezuela para ganar y gobernar con un país unido.
En esa alianza debe haber legítimo espacio para los sectores chavistas descontentos o susceptibles de jugar un papel reformador de vanguardia en la transición democrática. Así mismo para las organizaciones civiles e instituciones que, como la Iglesia, Fedecámaras o la Fuerza Armada, son indispensables para opinar y participar en la reconstrucción de bienestar con justicia social.
Es hora de una voluntad para reconstruir a Venezuela. No el momento para empujarnos hacia el precipicio.
Simón García es analista político. Cofundador del MAS.
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FUENTE: >>Simón García
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