Estados Unidos está en un punto de inflexión histórica. Campanas doblan por los caídos en batallas visibles y por una entidad esquiva, difusa, el Estado profundo. Término popularizado para describir al poder clandestino, amalgama de burócratas, militares, agentes de inteligencia y magnates corporativos que han gobernado desde la sombra y al margen de la voluntad democrática. Su funeral no es un evento con fecha y lugar preciso, sino un proceso lento y caótico que refleja la evolución de la política y las tensiones estructurales del sistema. ¿Asistimos al ocaso de una élite oculta o al entierro de una ilusión donde el poder encuentra formas de reinventarse?
El concepto no es nuevo ni exclusivo. Sus raíces se remontan a ejemplos históricos como el derin devlet turco, que condujo el destino de Turquía por décadas. Cobró fuerza con Donald Trump, quien denunció a una camarilla de burócratas, empleados federales y medios de comunicación, por conspirar para socavar su mandato. La filtración de información confidencial e investigaciones judiciales, encontraron en el Estado profundo la conveniente explicación a sus reveces.
Reducirlo a teoría conspirativa es un error. Peter Dale Scott, (canadiense, profesor universitario, ha investigado y escrito libros acerca del rol del Estado profundo), lo describe no como una organización monolítica, sino como una red de intereses entrelazados -militar, industrial, agencias de inteligencia y élites financieras- que operan con relativa autonomía. Dwight Eisenhower (presidente 34, entre 1953 y 1961), alertó sobre su influencia, advirtiendo que el poder de sectores amenazaba la democracia. Para sus críticos, el Estado profundo no depende de intrigas secretas, sino de incentivos estructurales; preservación del poder, seguridad del empleo y continuidad de la agenda geopolítica que trasciende ciclos electorales.
Las exequias han comenzado. La reelección de Trump en 2024, tras una campaña centrada en la demolición del Estado profundo, marcó un hito simbólico. Su promesa de purgar la burocracia federal, reducir el tamaño de las agencias de inteligencia y desmantelar lo que llama un "pantano" de intereses enquistados, resonó en la base que percibe estas instituciones no como garantes de la democracia, sino como traición a ella. La designación de leales en cargos claves e intento de reformar el servicio civil apuntan a una estrategia deliberada para romper las cadenas de mando que perpetúan el poder subrepticio.
Pero su velorio va más allá de la retórica. La polarización abrió fisuras dentro de las instituciones que se asocian con el Estado profundo. Ya no solo atacadas por la derecha, sino también por los progresistas que denuncian su historial de arbitrariedad e ilegalidad. Las revelaciones en 2013 de Edward Snowden (consultor tecnológico) que hizo público documentos clasificados como secreto, o las acusaciones de politización en investigaciones federales han erosionado la legitimidad. Si su poder descansa en la autoridad y discreción, la exposición al escrutinio público marca el principio de su fin.
Sin embargo, la misa final está lejos de celebrarse. El Estado profundo, no es una estructura que pueda ser eliminada con una simple guillotina política. Su fuerza radica en la capacidad de adaptación. Las élites demuestran asombrosa habilidad para navegar las crisis y reinventarse. En 1970, tras el escándalo Watergate, (robo de documentos en las oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata de Estados Unidos e intento de encubrirlo por el presidente 37° Richard Nixon), las reformas prometidas no impidieron que recuperaran su influencia. Después del ataque terrorista a las Torres Gemelas en Nueva York, el 11 de septiembre, la seguridad nacional se expandió bajo el pretexto de la lucha contra el terrorismo, consolidando el poder de las mismas instituciones que hoy están en la mira.
Paradójicamente, desmontarlo, podría engendrar algo aún más opaco. Sustituir a burócratas de carrera por leales partidarios no garantiza transparencia, sino que reorienta el poder en función de una agenda política en lugar de una tecnocrática. Donald Moynihan, (profesor de la Universidad de Georgetown) advierte que politizar la burocracia federal no elimina el problema de la tiranía no electa, sino que la redirige. La consecuencia, un ejército de aduladores en lugar de un sistema comprometido y responsable.
Si el Estado profundo es criticado por su oscuridad y resistencia al cambio, Venezuela es una versión mutada y perfeccionada de esa lógica. Un Estado paralelo, en el que el poder formal (ministerios, gobernaciones, parlamentos) son decorativos frente a la estructura compuesta por grupos de poder fáctico, milicias con intereses empresariales, justicia secuestrada, colectivos armados, redes de espionaje interno y un sistema financiero corrupto que preserva a la élite en el poder.
En Venezuela, el "pantano" no es anomalía a ser drenada, sino el ecosistema en el que el régimen prospera. La lealtad política sustituye la meritocracia y se convierte en credencial válida para acceder a los círculos de poder. Las purgas administrativas no buscan reformar el sistema, sino consolidarlo bajo un control férreo. No se trata de desmontarlo, sino garantizar que responda a un grupo reducido e inamovible.
Mientras USA comienza a desmantelar el aparato que opera al margen del anhelo popular, en Venezuela es la voluntad única del poder. Si en Washington hay una lucha por despolitizar la burocracia, en Caracas cualquier vestigio de autonomía institucional ha sido extinguido.
El entierro del Estado profundo no es solo un asunto doméstico. Durante décadas, es columna de la hegemonía global, desde la reconstrucción de Europa tras la Segunda Guerra Mundial hasta las intervenciones del Medio Oriente. Su desaparición o transformación despreocupada puede tener repercusiones en aliados y adversarios por igual. Si las agencias de inteligencia pierden su capacidad de maniobra, ¿quién llenará el vacío? ¿se podrá mantener la coherencia estratégica que, con todos sus defectos, ha proporcionado?
El 2025 luce como réquiem interrumpido. Puede ser su muerte, quizás, metamorfosis de un sistema elitista a uno caótico, pero fatalmente, no más democrático. Y en ese vaivén, la lección venezolana está clara, no hay que confundir el colapso de un procedimiento con el advenimiento de uno mejor. Si creen que desmantelar su Estado profundo garantizará un gobierno democrático, pregúntense, no están sentando las bases de un Estado a la venezolana, donde el poder se vuelve aún más opaco, pero con otro rostro y otras reglas.
Tal vez el tañido de las campanas no anuncie un final, sino el comienzo de un nuevo ciclo. Tan incierto como fascinante, para un país que, para bien o para mal, sigue siendo el epicentro del orden mundial.
@ArmandoMartini
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FUENTE: >>https://www.elnacional.com/opinion/presenciamos-el-derrumbe-del-estado-profundo/
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