Por Omar González Moreno
En Venezuela las inundaciones no son solo un fenómeno de la naturaleza, sino una tragedia amplificada por la negligencia de un régimen criminal que se ha propuesto destruir al pais y su gente.
Bajo el peso de las lluvias torrenciales, miles de familias ven sus hogares, sus sueños y su dignidad arrastrados por las aguas, mientras la dictadura de Nicolás Maduro y sus secuaces permanecen indiferentes, atrincherados en su obsesión de mantenerse en el poder por la fuerza.
Esta no es solo una catástrofe natural; es un crimen de abandono, una muestra descarnada de la irresponsabilidad de un régimen que ha convertido la tragedia en rutina.
Cada año, las lluvias llegan como un recordatorio implacable de la fragilidad de un país devastado por la crisis.
Poblaciones enteras en estados como Táchira, Mérida, Barinas, Zulia, Apure, Bolivar, Anzoátegui y Amazonas se convierten en ríos de lodo, donde madres abrazan a sus hijos para protegerlos del agua, donde ancianos pierden lo poco que les queda, y donde niños ven sus escuelas convertidas en charcos insalubres.
Las imágenes son desgarradoras, con casas colapsadas, cultivos arrasados, familias durmiendo a la intemperie.
Pero más desgarrador aún es el silencio ensordecedor del régimen, que se mantiene enfocado en la farsa electoral del 27 de julio y responde con promesas vacías, propaganda estéril o, peor aún, con la negación de la realidad y la persecución de quienes de manera espontánea quieren ayudar.
El régimen de Maduro ha agravado estas tragedias naturales con su ineptitud y corrupción.
La infraestructura del país, destrozada por años de desinversión, no puede resistir el embate de la naturaleza.
Los sistemas de drenaje están colapsados, los puentes son reliquias al borde del colapso, y las defensas fluviales son inexistentes.
Mientras tanto, los recursos que podrían destinarse a reconstruir, a prevenir, a salvar vidas, se desvanecen en la opacidad de un sistema que prioriza la lealtad al poder por encima del bienestar colectivo.
La respuesta del régimen ante las inundaciones es un insulto a la dignidad humana.
En lugar de coordinar esfuerzos efectivos de ayuda, envían a funcionarios a posar frente a las cámaras.
Las Fuerzas Armadas, que deberían estar al servicio del pueblo, son utilizadas para reprimir protestas o proteger los intereses del régimen, mientras los damnificados claman por auxilio.
Los hospitales, ya colapsados por la crisis humanitaria, no tienen insumos para atender a los heridos o enfermos que dejan las inundaciones.
La indolencia de Maduro y su cúpula es una bofetada a un pueblo que ya carga con el peso de la hiperinflación, la escasez de alimentos, la falta de medicinas y la diáspora de millones que han huido en busca de esperanza.
Cada inundación es un recordatorio de que este régimen no solo es incapaz, sino que ha perdido toda conexión con el sufrimiento de los venezolanos.
Mientras los jerarcas de la dictadura de Maduro y sus cómplices se pasean en lujosas camionetas y ferraris blindados, el pueblo se ahoga en el lodo de su indiferencia.
En medio de la tragedia, emergen historias de resiliencia: comunidades que se organizan para rescatar a sus vecinos, voluntarios que donan lo poco que tienen, ciudadanos que alzan la voz para exigir respuestas.
Este espíritu indomable es la verdadera fuerza de Venezuela, una fuerza que el régimen teme porque sabe que no puede controlar.
Cada inundación, cada desastre mal gestionado, es un clavo más en el ataúd de un sistema corrupto e incapaz.
¡Venezuela merece más!
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FUENTE: >>Omar González Moreno
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