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viernes, diciembre 12, 2025

La Peligrosa Quimera de la Igualdad Económica

El Ídolo Cuestionado

Desde la infancia, se nos inculca una idea que rara vez nos atrevemos a cuestionar: la igualdad es un bien absoluto. Nos enseñan en la escuela, nos lo repiten los políticos y lo predican los medios de comunicación que un mundo donde todos tuviésemos lo mismo sería, por definición, más justo, más humano y más feliz. La palabra "igualdad" ha trascendido su condición de ideal moral para convertirse en una especie de religión civil, un dogma incuestionable de nuestro tiempo. Pero, ¿qué significa realmente cuando hablamos de igualdad económica? ¿Nos referimos a la igualdad ante la ley, a la igualdad de oportunidades o a la igualdad de resultados? La distinción es crucial. El discurso socialista, sin embargo, desprecia la mera igualdad ante la ley y considera insuficiente la igualdad de oportunidades, exigiendo en su lugar la más radical y peligrosa de todas: la igualdad de resultados. Este artículo sostiene que la búsqueda de esta última, la igualdad material impuesta, es una ilusión peligrosa

que, en nombre de la justicia, destruye sistemáticamente la libertad y la prosperidad.

La Realidad Ineludible: La Fecunda Desigualdad Humana

Antes de analizar las devastadoras consecuencias de la búsqueda de la igualdad, es fundamental examinar su premisa. El igualitarismo parte de una visión fundamentalmente errónea de la naturaleza humana, una que ignora la realidad para construir un ideal inalcanzable. El gran economista de la Escuela Austriaca, Ludwig von Mises, lo expresó con una claridad meridiana, en línea con los principios de su obra magna La Acción Humana:

"El hombre nace desigual en cuerpo en alma y en espíritu. Pretender borrar esas diferencias es pretender borrar la humanidad misma".

La tradición liberal-austriaca no parte de una visión romántica del ser humano, sino de una realista. Cada individuo es único, con talentos, deseos, circunstancias y capacidades diferentes. Y es precisamente de esta diversidad, de esta fecunda desigualdad, de donde surge el progreso, la cooperación y la riqueza de una civilización. Las diferencias entre las personas no son un defecto a corregir, sino el motor del intercambio y la especialización. La metáfora es sencilla pero profunda: el panadero y el zapatero no son iguales en sus habilidades, pero se necesitan mutuamente. El médico y el agricultor no producen lo mismo, pero ambos se benefician de sus respectivos talentos. Lejos de ser una fuerza que separa, la desigualdad bien entendida conecta a los individuos a través de la cooperación voluntaria en un mercado libre. El intento de suprimir esta desigualdad natural, por tanto, no solo es fútil, sino que tiene consecuencias filosóficas y prácticas devastadoras para la libertad.

La Falsa Dicotomía: Libertad o Igualdad

El debate sobre la igualdad económica no es meramente técnico, sino fundamentalmente filosófico. En su núcleo se encuentra un conflicto irreconciliable que la tradición liberal identificó hace siglos: el antagonismo entre la libertad individual y la igualdad material impuesta. Friedrich Hayek, premio Nobel de Economía, lo advirtió con contundencia: "Una sociedad libre nunca podrá garantizar la igualdad material". La razón es simple: si los individuos son libres para tomar sus propias decisiones, sus diferentes talentos, esfuerzos y grados de asunción de riesgos generarán, necesariamente, resultados diferentes. Para Hayek, la conclusión era ineludible: "Cada intento de imponer la igualdad de resultados termina destruyendo la libertad".

Esta idea fue proféticamente anticipada en el siglo XIX por Alexis de Tocqueville, quien observó con preocupación el "amor ciego a la igualdad", una pasión que puede llevar a los hombres a preferir la "servidumbre igualitaria a la libertad desigual". La lógica es incontestable, como resumió Mises en una cadena causal devastadora:

"Sin libertad no hay elección. Sin elección no hay valor. Y sin valor no hay economía".

La igualdad económica solo puede lograrse eliminando la libertad. La metáfora de la carrera ilustra perfectamente la diferencia. La igualdad de oportunidades, defendida por el liberalismo, consiste en que todos los corredores partan del mismo punto y bajo las mismas reglas. En contraste, la exigencia socialista de igualdad de resultados demanda que todos lleguen a la meta al mismo tiempo. Para lograrlo, es necesario detener a los más veloces o cargar a los más lentos sobre los hombros de otros. El resultado no es una sociedad justa, sino una "sociedad inmóvil", paralizada por la coerción.

La Lógica de la Pobreza: Cuando se Castiga el Mérito

La imposición de la igualdad de resultados no solo aniquila la libertad, sino que conduce inevitablemente al empobrecimiento generalizado al destruir el motor más poderoso del progreso humano: los incentivos. ¿Por qué esforzarse si la recompensa será la misma que la de quien no lo hace? Como advirtió Mises, "Si la remuneración no está vinculada al rendimiento desaparece el deseo de producir". El mito igualitarista se sostiene sobre una confusión fundamental: creer que el dinero mide el valor moral de una persona. Pero el mercado no premia la bondad, premia la utilidad percibida por los demás. El panadero no gana más que el maestro de filosofía porque sea mejor persona, sino porque más gente está dispuesta a pagar por su pan. No es injusticia, es la consecuencia de vivir en una sociedad donde cada uno elige libremente lo que valora.

El economista Thomas Sowell distinguió con brillantez el problema real del falso dilema igualitarista. La verdadera lacra no es la desigualdad, sino la pobreza. Sin embargo, como él mismo señaló, "Muchos prefieren que todos sean igualmente pobres antes que algunos sean más ricos". Esta frase captura el núcleo de la mentalidad igualitarista, que a menudo confunde la justicia con la envidia. Su objetivo no es tanto "elevar a los de abajo" como "rebajar a los de arriba". El pensador francés Frédéric Bastiat ya había identificado el verdadero conflicto social, que no es entre ricos y pobres, sino "entre quienes producen y quienes quieren vivir del trabajo ajeno". Bastiat revela así la verdadera naturaleza del conflicto que Sowell diagnostica: la mentalidad igualitarista no es una cruzada contra la pobreza, sino una coartada para que un grupo viva a expensas de otro. El resultado es predecible. Elimina la competencia. Mata la innovación. Y asfixia la creatividad. La sociedad entera se empobrece.

La Lección de la Historia: El Socialismo Real y la Nueva Desigualdad

Las teorías igualitaristas no solo fallan en el plano lógico y económico; han fracasado catastróficamente cada vez que se han intentado poner en práctica. La historia del siglo XX es un vasto cementerio de experimentos que, en nombre de la igualdad, crearon miseria y tiranía. El caso paradigmático es la Unión Soviética. Tras proclamar la abolición de la propiedad privada y las clases sociales para alcanzar la igualdad absoluta, lo que surgió fue una nueva y brutal forma de desigualdad. Una élite de burócratas del partido, la nomenklatura, disfrutaba de casas especiales, restaurantes exclusivos y tiendas reservadas, mientras el pueblo hacía colas interminables para conseguir pan.

El socialismo, en la práctica, no eliminó la desigualdad, sino que "la trasladó del mercado a la política". Creó una jerarquía mucho más arbitraria y corrupta, donde el estatus no dependía del valor que uno aportaba a la sociedad, sino de la cercanía al poder. Como señaló Murray Rothbard, la desigualdad no es un defecto del mercado, sino su consecuencia "natural y saludable", pues refleja la diversidad humana que genera progreso. La historia confirmó la advertencia de Hayek en Camino de servidumbre:

"Para imponer la igualdad el Estado debe convertirse en amo de todos".

Los regímenes igualitaristas terminan siendo inevitablemente los más autoritarios, porque la igualdad solo puede imponerse mediante la coerción sistemática. Esta crítica al poder absoluto no es moderna. Siglos antes de que existiera la palabra socialismo, pensadores de la Escuela de Salamanca como Juan de Mariana ya advertían que el poder que promete igualdad termina devorando la justicia. La igualdad forzada no es una forma de justicia, sino una máscara para el control absoluto.

La Justicia como Libertad, no como Nivelación

Los argumentos presentados demuestran una verdad coherente y respaldada por la evidencia. Primero, que la desigualdad natural derivada de la diversidad humana es una fuente de cooperación y progreso, no un problema a erradicar. Segundo, que la libertad individual es intrínsecamente incompatible con la igualdad de resultados impuesta por el Estado. Tercero, que la búsqueda de esta quimera destruye los incentivos, castiga el mérito y genera pobreza generalizada. Y cuarto, que la lección de la historia es inequívoca: los intentos de imponer la igualdad económica solo han creado nuevas y más crueles tiranías.

Desde la perspectiva liberal, la verdadera justicia no reside en nivelar los ingresos, sino en garantizar reglas de juego iguales para todos.

  • Justicia es igualdad ante la ley, no igualdad de ingreso.
  • Justicia es libertad para actuar, no garantía de resultados.

Como concluyó Hayek, "la única igualdad compatible con la libertad es la igualdad ante la ley. Y eso basta. Lo demás es tiranía disfrazada de compasión". El verdadero enemigo de una sociedad próspera y libre no es la desigualdad, sino la envidia disfrazada de justicia, una fuerza corrosiva que prefiere la ruina compartida al éxito ajeno. La desigualdad de resultados no es un mal a tolerar, sino la consecuencia natural y saludable de una sociedad de individuos libres. Es, en última instancia, la expresión visible de la libertad, y una libertad bien utilizada siempre eleva a la humanidad entera. Como sentenció Mises, la política igualitaria no puede lograr su fin sin destruir la sociedad que pretende mejorar, "porque cuando todo se iguala, nada se valora. Y cuando nada se valora, todo se derrumba".

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FUENTE: >>Diego de la Vega

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