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viernes, julio 25, 2025

La democracia no es un unicornio

Soledad Morillo Belloso 

En democracia, las diferencias se resuelven en dos espacios: las urnas electorales y los tribunales. En las primeras, la ciudadanía ejerce su derecho a elegir quienes habrán de gobernar y legislar; en los segundos, la sociedad, representada en el sistema judicial (donde no hay dioses), reprende a quienes violan la Constitución y las leyes hechas por quiénes fueron elegidos por el pueblo para los cargos legislativos. En democracia, el pueblo no es espectador: es origen, camino y destino. Las decisiones nacen de su voluntad, se moldean en su memoria y encuentran justicia en su voz. Todo comienza en sus manos. Todo se honra cuando vuelve a ellas.

Esto ocurre no por costumbre, sino por preservación. Aunque la violencia persista en el mundo, el pacto democrático intenta contenerla. Las urnas y los tribunales no son simples mecanismos administrativos: son rituales que encarnan la posibilidad de que el conflicto exista sin aniquilación. Que la fisura sea ventana, no ruptura.

Las urnas, silenciosas y vulnerables, acumulan símbolos. Cada voto es una memoria breve, una voluntad inscrita sin estridencia. No son mágicas ni vacías: contienen la promesa de equivalencia. Un cuerpo, una decisión, una marca. No importa el nombre, el rostro, el trayecto: ante la urna, el cuerpo se inscribe sin jerarquía, y la voluntad se transforma en cifra que dialoga con otras. Todo se resume en tres palabras: libertad, igualdad y fraternidad. 

Pero si bien la democracia comienza en el voto, no termina ahí. Requiere cauces para el desacuerdo, espacios para la deliberación. El tribunal emerge como lugar de palabra formalizada. Su función no es silenciar, sino convertir el grito en argumento. Incluso con sus límites, los tribunales —cuando dirigidos por personas morales— buscan transformar la fuerza en forma, la rabia en procedimiento, el dolor en recurso.

Dirimir en democracia es habitar la imperfección sin renunciar al sentido. No implica reconciliación absoluta ni negación de heridas, sino el reconocimiento de un paisaje compartido. La convivencia exige reglas, no unanimidad. La democracia no erradica la violencia, la domestica. No niega el poder, lo distribuye. No elimina la sombra, la perfila.

Cuando ese pacto se quiebra —por la mentira persistente, la coacción o el odio institucionalizado— no se rompe un trámite, sino la posibilidad de futuro. Se erosiona la idea de comunidad: sin lugar para dirimir, sólo queda eliminar. El lenguaje pierde potencia, el argumento se ahoga, y el otro se convierte en amenaza.

La democracia no es paz: es disputa ritualizada. No es armonía: es el pacto de no destruirnos. Es una arquitectura frágil hecha de fisuras y silencios tensos. Pero también es el único sistema que permite que esas fisuras respiren. Urnas y tribunales posibilitan disentir sin aniquilar. Si el conflicto se encauza, puede ser cuidado; si el desacuerdo se respeta, puede fundar una comunidad menos autodestructiva.

En países que se proclaman democráticos, pero no lo son, urnas electorales y tribunales se convierten en escenografías pulidas. Instituciones solemnes que ocultan transacciones de poder. Bajo su brillo, lo que se mueve es el simulacro: democracia como espectáculo, ley como ornamento.

Cuando estos símbolos se vacían, el daño no es sólo institucional, sino humano. Lo que se corrompe es la posibilidad de construir. Sin elecciones auténticas, se impone la arbitrariedad; sin justicia independiente, prevalece la fuerza. El progreso deja de ser acumulativo y se transforma en simulacro.

La consecuencia no es sólo estancamiento: es el quiebre del horizonte común. Sin urnas electorales genuinas ni tribunales sólidos, no hay espacio para el disenso legítimo ni el cambio posible. El progreso se disuelve en desconfianza.

Así, las sociedades se erosionan. El tejido común se enferma, la palabra deja de proteger, la memoria se fragmenta. La pobreza no es sólo de recursos: es de vínculos, de certezas, de futuro. La comunidad se aproxima al borde. El abismo deja de ser metáfora y se vuelve paisaje cercano.

Una elección no debe disfrazarse de espectáculo. Un juicio no puede reducirse a un guión torpe, representado por actores sin convicción. En democracia, las formas importan tanto como el fondo: lo que se decide debe tener raíces, no simple decorado.

La democracia no es un unicornio. No es criatura perfecta ni fantasía incorruptible. Es pacto cotidiano, contradictorio, frágil. Se construye con cuerpos que eligen, voces que disienten y normas que resisten al capricho del poder inmoral. No brilla por defecto: se sostiene porque alguien —muchos— la cuidan, la cuestionan, la habitan.

Soledadmorillobelloso@gmail.com
@solmorillob

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FUENTE: >>R/S/W

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